Libertad
Libertad Restaurante Goya. Nuestra mesa da a unos ventanales que revelan un mediodía gris, medio lluvioso, los plátanos mustios de Avenida de Mayo. El amplio salón del restaurante tiene un cartel que dice “bar histórico”. Da la impresión de ser, más bien, un bodegón venido a menos. Culmino una milanesa grasienta que el menú llama a la napolitana, con guarnición. Del otro lado del ventanal aparece de repente un transeúnte que se acerca acompañado de una niña de unos ocho años. Se los nota divertidos, intensos, pobres. El hombre se pone serio y me mira. Justo a mí entre tantos. Me muestra un puño que se lleva semicerrado hacia la boca sin tocarla, lo acerca y lo aleja un par de veces. Gesto de que quiere comer. Hambre enojado. Le gesticulo, a mi vez, que qué quiere que le haga. Me raja lo que debe ser un insulto sonoro. Me hace morisquetas. Me quiere pelear. De la mano de la niña risueña se aleja hacia 9 de julio. Ni un minuto después pasa en sentido contrario muy cerca de mi posición, a